El 31 de marzo de 1650 un destructor terremoto asoló la ciudad de Cusco y sus ruinas se
transformaron en escenario de un evento divino, capaz de apaciguar la furia del santísimo
sobre los despavoridos pobladores. A esta escultura andina de finales del siglo XVI,
previamente apodada Señor de las Tormentas, se le atribuye el milagro de detener los
temblores sucesivos que siguieron al principal evento sísmico, que arrebató en total la vida de
cerca de cinco mil habitantes. Inaugurada la Catedral en la plaza mayor, cuatro años más tarde,
se instaló en una de sus naves laterales un altar dedicado a este crucifijo que ha recibido
durante siglos, y hasta el presente, una importante devoción popular.
Este fervor, conjugado con la sobresaliente industria artística de la ciudad andina, fue capaz de
reproducir su imagen en cientos de pinturas que hoy se dispersan hasta los últimos rincones
del Virreinato, incluyendo la Capitanía General de Chile, una de las provincias más azotadas por
estos fenómenos naturales, como el ocurrido en Santiago durante mayo de 1647. De esta
manera, contrario a lo que podríamos pensar, esta pintura que muestra a María Dolorosa y San
Juan Apóstol a los pies de la cruz no es la representación de un calvario tradicional, sino una
emulación de las figuras de madera que decoran el altar de esta imagen cusqueña.
[Cédula inferior izquierda]
Cristo de los Temblores
Autor desconocido. Ámbito cusqueño.
Siglo XVIII
Pigmentos al óleo.
206 x 163 cms.
Proveniente del Monasterio de Santa Clara de Antigua Fundación (Alameda).
[Cédula superior derecha]
Cristo de los Temblores
Autor desconocido. Ámbito cusqueño.
Siglo XVIII
Pigmentos al óleo.
40 x 30 cms.
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